Mi memoria cada día aplaza un día más sus interminables vaciones. Tengo un pequeño problema con respecto a las llaves y es que, desde que tengo uso de razón, se me olvidan; y no es por falta de empeño en recodar dónde están sino porque creo que siempre las llevo encima, cuando en realidad están pululando por algún lugar de la mesa.
Hace algún tiempo decidí que, para cogerlas siempre, podría atármelas a la cartera, que de esa sí que no me olvido. Todo iba muy bien, yo y mis llaves y mi memoria por acordarme de tener siempre la cartera encima, se compenetraban de maravilla; pero llegó el fatídico día. Se me olvidó la cartera.
Con la angustia encima de no tener la cartera, ni tampoco las llaves, intenté localizar a mi tía para que me dejara una copia de las mismas en la frutería que está debajo de casa y así poder cogerlas cuando volviese de la universidad. En el camino, comencé a idear una estrategia que me permitiese llevar siempre fijada la cartera a algún soporte y de paso, tener fijadas también las llaves; intenté poner un cordón en la mochila donde engancharla, pero al momento llegué a la conclusión de que no era una buena vía. En el momento en que no cogiera la mochila, ya no tendría ni el monedero, ni tampoco podría abrir la puerta. Por lo tanto seguí pensando...
Y de tanto pensar, al final se me ocurrió la brillante solución de comprar una memoria más amplia para mi cerebro. Adquirí una por un precio módico y una vez instalada, no tuve problemas para recordar nada de lo que me pasaba, sucedía o veía.
La memoria fue almacenando información, sin olvidar ni un solo instante de mi vida, algo que comenzó a angustiarme, porque a raíz de esto no podía hacer una selección de aquello que me interesaba, teniendo por obligación que visualizar una vez tras otra todo lo que pululaba por mi cerebro. Molesta por tantos recuerdos odiosos, opté por desenchufar la memoria, aunque eso me costara el olvido eterno.
Ahora vivo más feliz, aunque en alguna ocasión no recuerde dónde se sitúan las llaves, o cuando es tu cumpleaños, o el lugar exacto donde nos conocimos.
Hace algún tiempo decidí que, para cogerlas siempre, podría atármelas a la cartera, que de esa sí que no me olvido. Todo iba muy bien, yo y mis llaves y mi memoria por acordarme de tener siempre la cartera encima, se compenetraban de maravilla; pero llegó el fatídico día. Se me olvidó la cartera.
Con la angustia encima de no tener la cartera, ni tampoco las llaves, intenté localizar a mi tía para que me dejara una copia de las mismas en la frutería que está debajo de casa y así poder cogerlas cuando volviese de la universidad. En el camino, comencé a idear una estrategia que me permitiese llevar siempre fijada la cartera a algún soporte y de paso, tener fijadas también las llaves; intenté poner un cordón en la mochila donde engancharla, pero al momento llegué a la conclusión de que no era una buena vía. En el momento en que no cogiera la mochila, ya no tendría ni el monedero, ni tampoco podría abrir la puerta. Por lo tanto seguí pensando...
Y de tanto pensar, al final se me ocurrió la brillante solución de comprar una memoria más amplia para mi cerebro. Adquirí una por un precio módico y una vez instalada, no tuve problemas para recordar nada de lo que me pasaba, sucedía o veía.
La memoria fue almacenando información, sin olvidar ni un solo instante de mi vida, algo que comenzó a angustiarme, porque a raíz de esto no podía hacer una selección de aquello que me interesaba, teniendo por obligación que visualizar una vez tras otra todo lo que pululaba por mi cerebro. Molesta por tantos recuerdos odiosos, opté por desenchufar la memoria, aunque eso me costara el olvido eterno.
Ahora vivo más feliz, aunque en alguna ocasión no recuerde dónde se sitúan las llaves, o cuando es tu cumpleaños, o el lugar exacto donde nos conocimos.
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