Hace una semana llamaron a casa preguntando por Rosa. Al otro lado del teléfono había una voz masculina, ni muy grave ni muy aguda que, de forma educada, tras responderle que aquí no vivía ninguna Rosa, se disculpó por el malentendido.
Dos días después, a las siete y media de la tarde, volvió a sonar el teléfono y al descolgar, la misma voz que en un momento dado había preguntado por una Rosa, volvía a sonar en mis oídos de forma cálida. Le repetí al chico del otro lado del auricular, que se había vuelto a confundir y que el número de Rosa debía ser muy parecido al mío y que por lo tanto, al marcar los números lo hacía de forma incorrecta. No obstante, para que no volviera a titubear a la hora de llamar a su amiga y para que yo no tuviera que volver a repetir que aquí no se hospedaba ninguna mujer con nombre de flor, le di todas las cifras que componen mi número de teléfono.
Pasaron tres días sin que la voz, ni muy grave ni muy aguda, se paseara por el cable telefónico, por lo que deduje que el chico habría encontrado el teléfono de su compañera y que yo ya no tendría que ejercer de teléfonista. Pero cuál fue mi sorpresa que al cuarto día, a las siete y media, volvió a sonar y al descolgar le reconocí de inmediato. Esta vez le pregunté cómo se llamaba, me respondió que Alejandro y yo le dije que Lola; él me preguntó entonces, si de verdad yo no me llamaba Rosa, porque estaba seguro de que marcaba bien pero casualmente simpre oía mi voz. Un día se le ocurrió cambiar el último número de todas las cifras que correspondían al mío y fue el momento en que la verdadera Rosa, su Rosa, había contestado. Justo en ese preciso instante, en el que su hilo de voz traspasaba los cables, se dio cuenta de que en verdad no buscaba a esa persona sino que yo era la media voz que le faltaba. Por eso, cada dos o tres días, rondando las siete y media de la tarde, Alejandro llama para ver si Rosa sigue viviendo aquí, con la excusa de charlar un rato.
Dos días después, a las siete y media de la tarde, volvió a sonar el teléfono y al descolgar, la misma voz que en un momento dado había preguntado por una Rosa, volvía a sonar en mis oídos de forma cálida. Le repetí al chico del otro lado del auricular, que se había vuelto a confundir y que el número de Rosa debía ser muy parecido al mío y que por lo tanto, al marcar los números lo hacía de forma incorrecta. No obstante, para que no volviera a titubear a la hora de llamar a su amiga y para que yo no tuviera que volver a repetir que aquí no se hospedaba ninguna mujer con nombre de flor, le di todas las cifras que componen mi número de teléfono.
Pasaron tres días sin que la voz, ni muy grave ni muy aguda, se paseara por el cable telefónico, por lo que deduje que el chico habría encontrado el teléfono de su compañera y que yo ya no tendría que ejercer de teléfonista. Pero cuál fue mi sorpresa que al cuarto día, a las siete y media, volvió a sonar y al descolgar le reconocí de inmediato. Esta vez le pregunté cómo se llamaba, me respondió que Alejandro y yo le dije que Lola; él me preguntó entonces, si de verdad yo no me llamaba Rosa, porque estaba seguro de que marcaba bien pero casualmente simpre oía mi voz. Un día se le ocurrió cambiar el último número de todas las cifras que correspondían al mío y fue el momento en que la verdadera Rosa, su Rosa, había contestado. Justo en ese preciso instante, en el que su hilo de voz traspasaba los cables, se dio cuenta de que en verdad no buscaba a esa persona sino que yo era la media voz que le faltaba. Por eso, cada dos o tres días, rondando las siete y media de la tarde, Alejandro llama para ver si Rosa sigue viviendo aquí, con la excusa de charlar un rato.
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