A Francisco hoy se le caían las lágrimas, una por cada tomate que había perdido, por cada hoja de lechuga que aplastada, se confundía con el barro.
Hoy, mientras el sol se ponía tímidamente, dejando una estela color naranja, las piernas dobladas por los años y la espalda inclinada levemente hacia adelante, le pesaban más que nunca.
Suspiraba mientras cogía los grumos de tierra que la tormenta había dejado tras su paso por su pequeño huerto y gritó al cielo, esperando que el viento y su voz viajaran por todo el mundo y que alguien comprendiera su sufrimiento.
La vida, había dejado de tener sentido para Francisco, aquel huerto, una pequeña tierra de cultivo que le dio su padre y que ahora se escondía debajo de sus pies, triste e inundada, también pedía clemencia.
Hoy, mientras el sol se ponía tímidamente, dejando una estela color naranja, las piernas dobladas por los años y la espalda inclinada levemente hacia adelante, le pesaban más que nunca.
Suspiraba mientras cogía los grumos de tierra que la tormenta había dejado tras su paso por su pequeño huerto y gritó al cielo, esperando que el viento y su voz viajaran por todo el mundo y que alguien comprendiera su sufrimiento.
La vida, había dejado de tener sentido para Francisco, aquel huerto, una pequeña tierra de cultivo que le dio su padre y que ahora se escondía debajo de sus pies, triste e inundada, también pedía clemencia.
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