Estas... no van al cielo
El niño se hizo una herida en la rodilla izquierda. Sangraba mucho. Las escaleras llegaban a la ventana de Juana, pero se quedó en el primer piso. Estaba ahogado y no paraba de pensar en las punzadas de la rodilla. Maldita sea, se repetía. Escuchaba el piano de Juana tocar esa cansina serenata que su madre le hacía repetir una y otra vez. Miró a lo alto, una gota de sudor le cayó por la parte derecha del cuello. Se convenció de que tenía que llegar hasta la ventana y así lo hizo. No dejó de subir y de intentar alcanzar el cielo y la boca de Juana al mismo tiempo. El cielo y la boca, el cielo y la boca...
Se topó con sus labios después de que ella le abriera milimétricamente la ventana para que no se escapara el frío de la habitación. Él se quedó contento y nervioso y excitado. Quiso quedarse mirando sus ojos horas y horas, pero ella bajó la persiana sin decirle adiós. Él permaneció bajo el sol. El maldito sol con sus inconfundibles rayos. Esperando. Nada pasó. Nada. Solo la tristeza.